martes, 15 de noviembre de 2011

La Prensa: Los buenos tiempos y su ocaso


Fuente original de éste artículo aquí

El siguiente artículo es de la autoría del periodista y escritor Guillermo Thorndike Losada, tomado de su libro Los prodigiosos Años 60 (Primera edición Mayo de 1993), páginas 47 a 51. 

REVOLUCIÓN EN EL DIARIO LA PRENSA 


Hombre rico, Beltrán vivió rodeado de bohemios con los bolsillos agujereados mientras La Prensa se convertía en el matutino de mayor circulación en el país. A la hora en que los periodistas llegaban a trabajar, ya Beltrán había revisado cuentas, sostenido conciliábulos políticos o dictado el conjunto de ideas que darían sustento a la siguiente edición. Si el contenido del diario flaqueaba, si bajaba el estilo, si se perdían primicias, si incomprensiblemente El Comercio ganaba una noticia, Beltrán reactivaba su escuelita de las ocho de la mañana. Significaba una hora menos de sueño para todos. Ni siquiera pasaban una taza de café. 



Con la cavernosa entonación que imp0rimía a su voz para manifestar disgusto, Beltrán examinaba un ejemplar de La Prensa en el que ya había subrayado imperfecciones o historias desperdiciadas o datos que no eran exactos. Se portaba como un crítico sanguinario, malhiriendo las pequeñas grandes vanidades reunidas en una sala de redacción donde sólo se movían las moscas. Había de todo en ese conjunto de maltrechos héroes de la noticia, gente de paso que había sufrido descalabros personales, hombres de otras profesiones que recalaban en La Prensa por necesidad, periodistas por vocación, escritores sin fortuna, juerguistas, ex sacerdotes, asilados que no quisieron volver a sus patrias, unos cuantos bígamos y cuentistas y también jóvenes ambiciosos, para quienes recién empezaban los caminos. Beltrán exigía más noticias, mejor escritas. Todo siempre más temprano. En la escuelita se discutían reportajes y estilos y también se leían piezas de buen periodismo, antiguos y memorables despachos de agencias noticiosas, artículos que Beltrán había coleccionado de su diario favorito, The New York Times, y hecho traducir al castellano, y hasta el testimonio de corresponsales como Dos Passos o Hemingway. A las nueve en punto, muchas veces furiosos con Beltrán, sus periodistas salían en busca de historias únicas e irrepetibles, ignorando que para el jefe competían con James Reston en plena batalla de Inglaterra, con Clifton Daniel desde Moscú o con el formidable Arthur Krock revelando las complicadas claves de Washington D.C. Y es que Beltrán, que escribía con precisión y lentitud, usando una pluma fuente y papel membretado, había aprendido el negocio de los diarios directamente arriba, gracias a su amistad con Arthur Hays Sulzberger, que en 1960 seguía siendo el conductor del Times neoyorquino. Pero las eminencias del Times, aunque a veces influyeran en los destinos del mundo, estaban fuera del alcance de las asombrosas experiencias atesoradas por Beltrán en La Prensa. Ante un fenómeno de mortandad de patos marinos, ningún reportero del Times hubiera entrevistado a un patólogo. Ni el Times hubiese anunciado ocho muertos en un espantoso descarrilamiento cuando apenas se había encontrado los cadáveres de seis maquinistas y brequeros, sólo por la suposición de que todo tren lleva un mínimo de dos pavos a bordo. A nadie en el Times lo desafiaban a duelo, según el Código de Honor del Marqués de Cabriñana, simplemente porque alguien no estaba de acuerdo con un editorial. Y al Times nunca había llegado una gestapo sudamericana para apresar a toda la plana de editores y enviarla cuarenta días a una prisión isleña, en castigo por reclamar elecciones limpias. 

Beltrán, hombre rico, tenía que soportar el acoso de truhanes que gastaban todo su salario en una noche de juerga. Las planillas se pagaban cada quince días, pero a los siete llovían peticiones de préstamos y adelantos. A quienes estaban endeudados, no les podían alargar el crédito. Salvo una tragedia familiar, una auténtica emergencia, las reglas tenían que ser cumplidas. El tesorero de La Prensa era un hombre de hielo, redondo e inexpresivo, que escuchaba inmóvil las historias más dolorosas sólo para contestar siempre la misma palabra: no. Escuchado el veredicto, quedaba la apelación ante el propio Beltrán, con la ventaja de que Beltrán era La Prensa además de Beltrán, un hombre rico. Pero el hacendado estaba hecho de fierro. Durante diez, doce, aún más años, había tenido que pagar los sueldos de su bolsillo o pedir la colaboración de amigos como don Juan Gildemeister. Optó por convertirse en hombre pobre. Como muchos ricos de Lima, Beltrán tenía su ropero de provincias, al que pasaban los trajes ingleses después de un razonable uso capitalino. Empezó a usarlos para ir a La Prensa. También eliminó el dinero. Todo cuanto llevaba en su billetera de cocodrilo era un billete de cinco soles, unos treinta centavos de dólares, aparte de calderilla en su monedero. El billete de cinco soles nunca se movía de su sitio. El sencillo servía para sus tratos con las vendedoras de paltas, tres serranas gordas con trenzas lustrosas, para quienes Beltrán era un casero simpático que vivía en esa esquina de la calle Velaochaga, pero nada más. Cuando un pedigüeño insistía en pedir prestado a La Prensa o a Beltrán, daba lo mismo- el rico hombre pobre extraía el supremo argumento de su billetera y su paupérrimo contenido. No es como piensa la gente, oiga usted, no es cierto que yo pueda estar haciendo préstamos, mire cómo tengo que caminar, si apenas tengo cinco soles!. 


Trabajar en La Prensa era como pertenecer al Times en Nueva York. Como antes había modernizado la agricultura, Beltrán capitaneó una revolución periodística. Mientras El Comercio se aferraba a sus tradiciones, con una primera plana llena de anuncios, La Prensa inauguró un diseño inspirado en el Herald Tribune. Del Times copió la sección de los bull pen, un conjunto de hombres mayores, nocturnos, silenciosos, que manejaban el idioma con sabiduría y buen gusto, que leían todos los artículos y examinaban todas las pruebas de página. La Prensa nunca equivocaba un nombre, una fecha, la declinación de un verbo, el uso de un adjetivo. Impuso, además, la objetividad en el trato de las noticias. La página editorial tenía su propia planta de escritores que, bajo su firma, podían escribir lo que quisieran. Casi todos habían sido adversarios de Beltrán. La opinión del diario se expresaba con sencillez que pronto demostró tener efectos demoledores. En los años cincuenta, La Prensa quintuplicó su circulación y sus periodistas se hicieron conocidos, pues a diferencia de otros diarios, publicaba con firma los mejores artículos del día. Si algunos podían estar en desacuerdo con ciertas ideas de Beltrán, no lo estaban con La Prensa. 


La vida de todos cambió cuando Beltrán casó con Miriam Kropp. Era una dama rubia, de aspecto conservador, que hablaba un castellano de California y de quien se decía que era aun más rica que don Pedro. Ya no tendrían hijos pero se mostraban felices. Miriam no abandonó la ciudadanía estadounidense, lo que hizo de ella una de las personalidades más influyentes en la numerosa colonia de su país. En esos días modernizaron la casona de Velaochaga, sin alterar su arquitectura. 



Beltrán insistió en agregar un pequeño ascensor. La anciana residencia estaba dispuesta en derredor de un patio floribundo, apacible como un estanque en el que flotaran las cabelleras verdes de helechos extensos como medusas. En la planta alta, protegida por uno de esos enormes y laboriosos balcones de la Colonia, apenas se percibía el pesado tráfico de Lima como una distante trepidación. Miriam compartía la cotidiana frugalidad de Beltrán, que empezó a recortar las horas que pasaba en la Prensa. Rara vez aparecía después de las seis de la tarde, como antes, cuando revisaba personalmente la primera plana. Tendieron una línea telefónica directa entre la casa y la sala de redacción. Después Beltrán hizo arreglar una oficina para su esposa, que presidía el consejo económico de La Prensa y empezó a supervisar las páginas de sociales y de noticias culturales. 

Cuando Beltrán aceptó conducir el gobierno y se convirtió en Primer Ministro, acordaron dividirse el periódico. Miriam tomaba a su cargo todo cuanto no tuviese relación con la política. Esa era la parte de La Prensa que no se había modernizado totalmente. Las páginas sociales mantenían un lenguaje acartonado y ceremonioso. Sólo cambiaban nombres, títulos, fechas y lugares. Todas las bodas, todas las recepciones, todos los banquetes, todas las fiestas, todo se repetía, idéntico, monótono, adornado por la misma clase de fotos siempre, imágenes respetuosas, complacientes, favorables, la edad del visón y de los sombreros con tul, plumas y flores de seda, faldas pecaminosas que se aproximaban a la rodilla, cejas y bocas espesas. Una que otra joven provocaba sensación con un nuevo modelo globo o costal, pero el conjunto de retratos expresaba cierta desalentadora monotonía. Miriam había elegido a sus propios periodistas, quizás los más jóvenes e irreverentes. Se explicó con pocas palabras: en esas páginas también tenía que practicarse el periodismo. 


El novato editor del boudoir, como fue bautizada de inmediato la pequeña redacción que trabajaba para Miriam, telefoneó a uno de los veteranos de La Prensa, que se había retirado como corresponsal en Trujillo. ¿Y sabe o no sabe usted lo que es una noticia? Se malhumoró el corresponsal. No esperó explicaciones. Noticia hay en todas partes, sólo tiene que buscarla siguió el veterano... tiene usted que tratar a esa gente de sociedad lo mismo que a los personajes de las páginas policiales.



Comprendido. Al día siguiente se eliminaron títulos. Nada de don ni de doña, de señor o señora. Tienen nombre y apellido, punto. Se busca la noticia, lo nuevo, lo que es distinto. Periodismo, no pleitesía. Daba lo mismo el caso del monstruo de Armendáriz que la novia del año. El español que había estado a cargo de sociales, se fue dando alaridos. Tres señoras antiguas lo siguieron enfurecidas. Se escucharon tenebrosos pronósticos. La gente bien boicotearía el diario. Dejarían de comprarlo.


Miriam aconsejó seguir adelante. Pronto el estilo de La Prensa se propagó a esas páginas olvidadas. Se encontró novios que esperaban más de una hora en la iglesia porque la novia había rechazado el trabajo del peluquero o porque se malogró el Cadillac de la familia. Otras no estaban seguras de querer casarse. El deportista Aurelio Moreyra, que se casó con Marita Prado, la mujer más deseada del país, fue fotografiado desde un árbol mientras vestía el chaqué. Una joven nerviosa que sufrió un desmayo en el altar, apareció contrayendo matrimonio sentada en una silla de la sacristía. La Prensa acudía a todos los eventos para cazar noticias y las publicaba sin misericordia. Las tres horas que el embajador de Brasil demoró en llegar a una comida en su honor, motivaron un titular y el soponcio de sus desairados anfitriones. Los sabuesos se afinaban: la crónica de un baile empezó recordando que la dueña de casa se había puesto el mismo traje de noche por sétima vez. Y ya estaba fuera de moda. A la moda de hacía cuatro años se había presentado Vivian Leigh a una fiesta en la embajada británica, cuando el Old Vic visitó Lima. La noche en que Lolita Bellveliere, hija de la baronesa de Koenigswater, embajadora de Francia, se dejó cabalgar por el arquitecto Swen Vallin lo mismo que Anita Ekberg con Mastroianni en la Dolce Vita, la mejor foto se abrió paso hasta la primera plana, desplazando a otra sobre unos desórdenes en el Congreso. Miriam estaba feliz, había derrotado a don Pedro en su propio territorio. 


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Caretas, 30 de septiembre de 1985
Artículo de Elsa Arana Freire, fotos de Alejandro Balaguer





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